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martes, 8 de noviembre de 2011

El fuego nuevo de Efraín Barquero

Efraín Barquero
El fuego nuevo

VE a buscar el fuego nuevo en las tinieblas.

Y con el pedernal que fue mío golpea su puerta

pidiéndole abrigo, diciéndole mi nombre.

Porque el fuego recuerda al último

que lo alumbró con su boca

arrodillándose como ante un animal herido

soplándole la cara de pan enterrado.

Y que nadie te vea porque el hombre está

desnudo cuando pide o da algo de sí mismo,

algo que no se vuelve a dar sino después de la muerte

y con el rostro vuelto, y con la mano sin dedos.

Que no te vea nadie cuando apagas el fuego viejo

y prendes el fuego nuevo.

Y te acompaña la primera o la última palabra dicha

antes de irte de todas partes.

Y te acompaña tu propia oscuridad

y el frío del amanecer con que se mira el mundo

cuando todos duermen hace mucho tiempo.

Cuando tú también estás muerto

y buscas dentro de ti la vieja llave de la casa.

Buscas los utensilios que han cambiado de sitio.

Buscas lo que no se puede hallar dos veces.

Y te acuerdas de todo lo que hacías,

del soplido de tu boca en el gran soplo.

Del nombre del fuego apagado

que es el mismo del fuego encendido.

COGIÓ un puñado de fuego apagado

y al hacerlo escuchó levantarse el viento

-el que pule las piedras hasta darles suavidad

de algunos rostros y del cuerpo de las madres.

Y al hacerlo escuchó el llamado misterioso

igual que cuando bruñen con cenizas el fuego viejo

-el corazón de cristal en el fondo de las copas

o en la luna vacía de todos los espejos.

Siempre se estremeció al oír ese sonido

como si alguien debiera aparecer de inmediato.

Era una señal, una orden

-la del sacrificador, de la víctima

-la del encantador, de la serpiente

-la de los amantes silenciosos.

Y él la escuchó de nuevo al frotar entre los dedos

esos granos ásperos y suaves de ceniza, de hollín,

parecidos a las semillas de un día muerto para siempre

que los hombres llevan en los bolsillos de la ropa

y pierden sin poder recordar quién se las dio.

Porque no hay nadie que pase ante un fuego extinguido

sin repetir ese rito de los viejos orígenes

-de detenerse ahí

-de arrode arrodillarse ahí.

Como ese hombre inmóvil en la penumbra

en trance de escuchar el viento entre los árboles

o de soplar la piedra donde el fuego surgió.

HERMOSO como el tigre es el misterio de ser hombre

y mirando el fuego con los ojos que me dio

cuando lo talle en la piedra que tengo preso

en el instante de saltar sobre otro animal.

Y el tigre vuelve a ser como el primero que vi,

ausente a toda mirada , inencontrable en sí mismo.

Como esta máscara tallada por el fuego en los muros

donde arden sus ojos al fondo de la noche.

Y yo temo mirarlos porque oscurecen los míos

con un velo tan fino, con una lejanía tan grande,

y nunca hubiera llovido, y no existiera ningún árbol,

y nadie apareciera en la faz oscura de la luna.

Porque ha vuelto a ser como la luna redonda

que hace manar el agua y abrirse el sexo de las piedras.

Un tigre cazado por un hombre. Y un hombre

meditando el misterio de estar vivo.

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